Historia de los derechos laborales de la mujer en España.

Con la mirada puesta en el final de la década, la ONU ha incluido algunos puntos en su agenda 2030 que deberían estar más que cubiertos por las democracias europeas y, sin embargo, todavía nos quedan lejos. Por ejemplo, el punto 5.5: Asegurar la participación plena y efectiva de las mujeres y la igualdad de oportunidades de liderazgo a todos los niveles decisorios en la vida política, económica y pública.’ es uno a priori sencillo, pero incumplido por la gran mayoría de países occidentales, como otros puntos incluidos en el apartado de igualdad de género.

España está legislando en esta dirección y, aunque todavía queda un largo camino por recorrer, ya se perciben los resultados de alguna de estas medidas: Hoy, es cada vez más difícil justificar las diferencias salariales por cuestión de género; tanto padres como madres tienen derecho a las mismas prestaciones por el nacimiento de sus hijos; el acoso laboral está en el punto de mira y se penaliza con duras penas y el mayor de los descréditos.

Claro que el camino hasta aquí no ha sido nada fácil, ni mucho menos rápido. No fue hasta la Segunda República de 1931 y tras tener cabida en el mapa político, que los colectivos que pugnaban por equilibrar los derechos entre hombres y mujeres tuvieron cierta voz. Venían impulsados por los movimientos europeos de los años 20 y por sus hitos, ya que habían logrado el derecho a voto de la mujer y su progresiva equiparación en derechos con los hombres en países como Noruega, Finlandia, Holanda o Reino Unido, entre muchos otros.

Mientras todo aquello sucedía, en la España anterior a 1931 las mujeres casadas necesitaban el permiso de su marido para trabajar, y era este último quien percibía su salario, ya que el Estado no las consideraba aptas para gestionar el dinero que ellas mismas habían ganado.

Hicieron falta grandes esfuerzos para subvertir la situación, y con la llegada de la 2ª República las mujeres pudieron, al fin, votar, participar en política, trabajar independientemente de su situación sentimental y, además, con derecho a cobrar lo mismo que sus homólogos masculinos. Por desgracia, el nuevo Gobierno no estaba lo suficientemente bien afianzado. Los empleadores -conservadores en su mayoría- se resistieron ferozmente tanto a la nueva Constitución como a las medidas igualitarias. Por lo tanto, sobre el papel no había duda de que se fomentaba la igualdad en el trabajo entre hombres y mujeres. En la práctica, decir tal cosa era un excelente ejemplo de ingenuidad.

Poco pudieron hacer dichas políticas igualitarias en un país que se enfrentaba a una industrialización tardía, a una polarización política cada vez más grave y a una confrontación social insalvable. Durante la segunda mitad de la República -período conocido como el «Bienio Negro»- estas medidas tomadas dos años atrás se congelaron, y aquellos que se oponían a ellas tuvieron vía libre para desobedecerlas. Finalmente, tras el estallido de la Guerra Civil en 1936, muchos progresistas contemplaron como aquello que habían creído lograr en 1936 no fue más que un mero espejismo. Con la derrota republicana y el ascenso de Franco al poder, las políticas relativas a la igualdad se esfumaron, como otras tantas medidas referentes a los derechos del individuo, a la libertad de expresión o a la justicia social.

Volvieron viejas leyes como el Fuero del Trabajo, por el cual las mujeres (de nuevo) podrían trabajar solo si su marido se lo permitía, otorgándole siempre a él sus honorarios. Esta licencia marital no se abolió hasta mayo de 1975, seis meses antes de la muerte del dictador. En los cuarenta años que estuvo en el poder, toda pretensión de libertad individual, colectiva o justicia se esfumaron.

A su muerte, sin embargo, el cambio no tardó en producirse. La tendencia europea era clara y el camino a la democracia quedó despejado, esta vez con referentes cercanos y con estructuras de Gobierno funcionales que España podía copiar.

La Constitución de 1978 se redactó imitando al resto de cartas magnas europeas. En cuanto a la igualdad retributiva, el artículo 35 no daba lugar a ambigüedades: ‘Todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo, a la libre elección de profesión u oficio, a la promoción a través del trabajo y a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia, sin que en ningún caso pueda hacerse discriminación por razón de sexo.’

Todos/as los/as españoles/as tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo, a la libre elección de profesión u oficio, a la promoción a través del trabajo y a una remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia, sin que en ningún caso pueda hacerse discriminación por razón de sexo.’

Democratizar las instituciones y sanear el Estado era una tarea titánica, y tuvo que pasar una década para que los derechos laborales de la mujer se revisaran. En 1989 se 

amplió el permiso de maternidad a 14 semanas. Más que una ayuda, esta medida fue un incentivo para contratar hombres, ya que los permisos de paternidad aumentaron solamente de 2 a 4 días. Años después, quedaría patente que, si no se equiparaba el permiso de maternidad con el de paternidad, la carga familiar seguiría recayendo sobre la mujer. Una losa que impedía su desarrollo profesional y que perpetuaba los roles de género, relegándola a las tareas domésticas y al cuidado de los hijos.

No fue hasta 2007 que se aprobó la Ley de Igualdad de Género (Ley Orgánica 3/3007), con la intención de erradicar el problema de una vez por todas. Las directrices eran más concretas, el acoso laboral quedó mucho mejor regulado y se introdujeron conceptos que se desarrollarían en mayor medida tiempo después, como los Planes de Igualdad.

Aunque lo cierto es que la Ley de Igualdad no logró sus objetivos: la brecha salarial se redujo a una velocidad inferior que antes de su aplicación, a menos de un 1% en cuatro años. Los consejos de administración seguían estando conformados por un 78% de hombres, el archiconocido “techo de cristal”.La Ley Orgánica 3/2007 no tuvo un efecto inmediato, 

pero sí sentó unas bases sobre las que se podría trabajar años más tarde.

Concretamente, en 2019, cuando se impulsaron un gran número de medidas: igualaron el permiso de paternidad al de maternidad; lograron establecer unas pautas más claras para la conciliación familiar; mejoraron los Planes de Igualdad (que ahora también incluían medidas contra el acoso laboral) y los extendieron de manera progresiva hasta las empresas con más de 50 trabajadores.

Estas medidas tienen un enfoque más preciso. Si las bajas por paternidad y maternidad son iguales y la conciliación laboral y familiar favorece el justo reparto de las tareas domésticas, sí podremos hablar de igualdad real a la hora de contratar y promocionar las carreras profesionales tanto de hombres como de mujeres, que, paulatinamente, deberían ir ganando peso en los consejos de administración. Además, han dotado al Estado con herramientas para controlar la correcta aplicación de estas directrices: registro retributivo, auditoria retributiva y planes de igualdad.

El tiempo dirá si estas nuevas medidas encauzarán, al fin, esta larga lista de políticas bienintencionadas pero insuficientes. Si las empresas, como llevan tiempo haciendo con los objetivos marcados por la ONU de desarrollo ecológico y sostenible, podrán implementar también las directrices de la agenda 2030 en cuanto a igualdad de género en el trabajo. De momento, es responsabilidad nuestra velar por su correcta aplicación y funcionamiento.

 

FUENTE: ADORIA SYMMETRY

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